Fin de semana de locos
POR JUAN JORGE MICHEL FARIÑA
En alguna oportunidad he relatado a mis
estudiantes la siguiente anécdota. Un profesor que dictaba clases en una
pequeña unidad académica –y que no por azar llegó luego a ser un gran rector
de esa universidad– salía del aula luego de haber tomado asistencia y
examinado a sus alumnos. El listado de asistencia eran interminables hojas
en que los propios estudiantes presentes consignaban sus datos, mientras la
prueba había consistido en un extenso escrito en manuscrita cursiva. En la
playa de estacionamiento lo esperaban algunos colegas, ya que debían viajar
varios kilómetros para participar de una reunión político institucional en
La Plata.
Los estudiantes rezagados lo seguían desesperados y algunos de ellos
intentaban “completar” sus textos escribiendo con sus hojas apoyadas sobre
el parabrisas o el capó del auto. En un remolino que parecía no terminar
jamás, los últimos terminaron alcanzándole el examen a través de la
ventanilla con el auto ya en marcha. Finalmente partieron, y este profesor
llevaba apretada sobre sus rodillas una parva de hojas desordenadas cuya
caligrafía era en muchos casos prácticamente ilegible. Ya en la ruta, se
produjo un pequeño accidente. Un par de ventanillas abiertas, una corriente
de aire, un descuido… y varias hojas cedieron a la presión y se escaparon
por el vidrio entreabierto, irremediablemente perdidas entre la vegetación
del parque Pereyra Iraola. El resto de los pasajeros, todos profesores, lo
alertaron inmediatamente, desesperados: ¡Mario!!¡Cuidado!… Y ahora, ¿qué vas
a hacer? Este hombre, tan compungido como el resto, se aferró con todas sus
fuerzas a los papeles que quedaban. Las retuvo presionadas, todavía tenso
por la situación, pero sólo por unos instantes más. Porque luego, bajó un
poco más el vidrio de su ventanilla y una tras otra fue abandonando al
viento el resto de las hojas. En una calma y una sabiduría que no le habían
conocido antes, había decretado, todavía sin saberlo del todo, la inutilidad
de esa metodología de exámenes tan ilegibles como efímeros. Había decidido
que de allí en adelante evaluaría a sus estudiantes con otro método, pera
que algún día también lo evalúen a él de manera diferente.
Hace poco, una escena de una película me recordó vivamente aquel episodio.
Se trata del desconcertante film de Curtis Hanson, Wonder Boys,
protagonizado por Michael Douglas y estrenado en Buenos Aires con el anodino
título de “Fin de semana de locos”. La historia relata el via crucis de
Grady Tripp, un profesor de literatura inglesa que enseña en una pequeña
pero prestigiosa universidad de los Estados Unidos. Siete años atrás, este
hombre había publicado una novela que obtuvo un importante premio y que se
hizo famosa en los círculos académicos. Gracias a ese acierto editorial,
este profesor había obtenido la posición de prestigio que todavía detentaba
en la institución. Pero desde entonces, no había vuelto a publicar.
El film lo muestra como un pequeño transgresor: es el amante de la decana de
la Facultad, pero frecuenta socialmente el hogar en el que ésta vive con su
marido, quién por supuesto no está al tanto de los hechos; tiene una
relación de excesiva familiaridad con sus estudiantes, un par de los cuales
pasan la noche en su propia casa; finalmente, está permanentemente bajo los
efectos de la marihuana, ufanándose de ello ante colegas y alumnos.
Su mujer lo acaba de abandonar, su editor le reclama perentoriamente el
manuscrito de un nuevo libro que jamás termina de escribir, y Sara, su
decana y amante le anuncia que está embarazada de él. Desbordado por las
circunstancias, sus episodios de epilepsia se hacen cada vez más frecuentes,
poniendo en riesgo su vida. Decidido por fin a publicar, sube al auto las
más de mil seiscientas páginas de su novela inconclusa, para entregarlas
definitivamente a su editor, que lo acompaña en el viaje.
Durante el trayecto, deben hacer un alto en el camino y un confuso episodio
desencadena la siguiente escena:
(La presente versión online no incluye fragmentos de films)
Su manuscrito se ha hundido irremediablemente en las aguas del río. Ante la
pregunta ingenua por el contenido de su novela, su desconsuelo se hace aún
mayor. No quiere volver a hablar del tema y termina preguntando a los novios
por el sexo de su futuro hijo.
Desolado por la pérdida y sin saber aún que se encuentra al borde de la
lucidez, deambulará por el claustro universitario donde lo sorprenderá
entonces su último principio de ataque epiléptico:
(La presente versión online no incluye fragmentos de films)
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